¿Qué tan dispuestos estamos a sufrir por alguien? ¿Cuál es
el límite? La respuesta es personal e intransferible.
La egoísta sensación de merecer que surge por el hecho de
dar, no es siempre egoísmo o utilitaria generosidad, sino auténtica dignidad.
Cuando damos lo mejor de nosotros mismos, cuando decidimos
compartir nuestra vida en intimidad, cuando abrimos nuestro corazón de par en
par y desnudamos nuestra alma hasta el último rincón,
cuando perdemos toda vergüenza, cuando los secretos dejan de
serlo, al menos merecemos comprensión, existe merecimiento.
Por supuesto que merecemos en virtud de honesta y franca
dignidad.
Que se menosprecie, ignore, olvide o desconozca fríamente el
amor que regalamos a manos llenas es desconsideración, vileza del ser, o, en el
mejor de los casos, ligereza.
Cuando amamos a alguien que, además de no correspondernos,
desprecia nuestro amor, estamos en el lugar equivocado.
Definitivamente, esa persona no se hace merecedora del
afecto que le prodigamos. Con una nueva conciencia la disyuntiva empieza a
dejar de serlo, la cuestión empieza a hacerse clara y transparente, obvia: si
no me siento bien recibido en algún lugar, empaco y me voy.
Nadie de corazón sensato se quedaría tratando de agradar o
disculpándose por no ser como les gustaría a los otros que fuera. R.W. Emerson
lo expresó de sublime manera: “La verdad es más hermosa que el fingimiento del
amor”.
En cualquier relación de pareja que tengas, no te merece
quien no te ame, y menos aún, quien te lastime.
¡Haz surgir una nueva conciencia en ti! Incluso, si alguien
te hiere reiteradamente sin “mala intención” – este absurdo existe - es posible
que te merezca, pero en verdad no te conviene. Definir tus límites, basados en
tu dignidad, es el mejor modo de conservar tu…
¡Emoción por existir!